En esta época del año los osos se alborotan.
Se están alimentando de bayas y preparándose para hibernar el largo invierno canadiense.
Hay “bear warnings” en los parques nacionales y recomiendan andar siempre en grupo, hacer ruido y cargar “bearspray”, el cual creo que, en mi caso, mientras veo como se activa, pues me comió el oso.
El hecho es que, en estos días salgo a caminar con mucha cautela.
Pero esa tarde gloriosa salí sola, porque mi amiga no estaba disponible y en verdad es un parque muy concurrido y seguro.
Como estoy paranoica, comencé a escuchar mini-rugidos a cada paso.
Primero, un movimiento extraño en un árbol. Los osos saben trepar.
Me detuve, pero no.
Era una ardilla agitando las hojas del árbol con su alegre cola.
Seguí caminando y escuché un movimiento sospechoso entre los arbustos, a pocos pasos de mí.
Esta vez era un adorable venadito, que asomó su cabeza y al verme se fue retozando, dejándome ver su blanca cola.
Decidí regresarme y apuré el paso.
Comencé a subir la cuesta que conduce hacia mi casa.
Entonces, otro mini-rugido me dejó petrificada.
Esta vez un trepidar, rítmico y sonoro. Como si alguien me acechara.
Afiné la visión, y ahí estaba, un bello pájaro carpintero, con su traje de puntitos y su penacho rojo taladrando la rama de un árbol.
Al final, decidí correr, ya estaba muy nerviosa.
Tuve que frenar de golpe porque una familia de faisanes se me atravesó en el camino.
Al final, sin aliento, llegué a la cima.
Fue allí donde escuché el verdadero rugido.
Una nota imponente, rotunda y sostenida.
Pero sigilosa.
Tan callada que sólo se escucha si se presta atención.
Es el rugido de la belleza.
Es la naturaleza que, al elevar su voz, estremece el espíritu.
Quedé ahí, petrificada, contemplando el oro de las hojas, el zafiro líquido del río, un halcón peregrino, las primeras nieves…
Y ya no tuve miedo.