¿Qué razones habría de tener el viejo doctor Estanislao Nucete, para volver a la ciudad de Mérida después de tantos años? Al parecer muchas. Nadie había vuelto a hablar de eso en Mérida, al menos en sesenta y cinco años. La historia era muy sencilla: un estudiante de medicina veinteañero, un muchacho del Páramo y una ciudad muy pequeña.
Estanislao Nucete había hecho su vida en Margarita, en un pueblito llamado Paraguachí. Allá ejerció durante muchos años como médico pediatra, que era en lo que se había especializado en su querida universidad de los Andes. De Mérida, no había querido saber más nada hasta ese día. Después de sesenta y cinco años estaba frente al viejo edificio de la ULA, viendo con nostalgia sus recuerdos. Y aunque pensaba que nadie se acordaba de él, ya a esa hora se había corrido el rumor de que el doctor Estanislao Nucete estaba en Mérida. Por alguna razón, el doctor Nucete había seguido siendo una especie de leyenda secreta en aquella ciudad tranquila, pero con una pulsión discreta y pasional.
A las tres de la tarde, Estanislao camina rumbo a su hotel para descansar. Cuando llega al hotel, el muchacho que está en la recepción le dice: “señor, por ahí le dejaron un sobre”. Estanislao recibe un sobre cerrado. Lo abre y es una foto muy antigua donde aparecen dos muchachos sonrientes y tomados de la mano. Es imposible que, como en una vieja y manida novela romántica, Estanislao no enjugue una lágrima. Una dulce sombra del pasado se ha aparecido de nuevo. Ni siquiera se detiene a pensar en quién habrá sido el que le trajo aquella foto. Mañana, a esa misma hora, ya estará nuevamente en Paraguachí. Toma de nuevo la foto y la ve melancólico, antes de guardarla celosamente en su maleta. Ahora si sabe exactamente a qué vino.
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