A mi abuelo le gustaba el teatro. Cuando yo era niño me confesó que su sueño era ser dramaturgo, pero por razones que nunca manifestó lo dejó de lado. Sin embargo, gran parte de su vida estuvo ligada al teatro, incluso tuvo la oportunidad de conocer a varios directores con los cuales entabló amistad.
Uno de ellos, un polaco cuyo nombre jamás recordó porque era impronunciable, le contó una anécdota bien curiosa.
Fue durante un viaje a la Argentina, por allá por los años sesenta del siglo XX, cuando el distinguido director montó una obra en la ciudad de Buenos Aires.
Mientras compartían un vino de Mendoza, mi abuelo le comentó que la noche anterior había soñado con el diablo, y que éste lo había hostigado con el fin de obligarlo a que le vendiera su alma.
—¿Y te atrapó? —preguntó el polaco.
—Sí, pero justo cuando lo hizo, desperté.
—¿Recuerdas cómo era?
—Enorme, rojizo y aterrador…
—¿Sabes?, no siempre son así.
—¿Acaso hay más de uno?
A partir de allí, el polaco comenzó a contar una breve historia:
Sucedió en Varsovia, hacía unos cuantos años. Resulta que el polaco tenía un amigo que siempre se quejaba de su pobreza y mala suerte: un día de estos le venderé mi alma al diablo, decía a menudo.
Y un día, al nomás mencionar la frase, la imagen carmesí de un hombre pálido y de cuernos enjutos se le apareció:
—Bueno, creo que ya es hora, hagamos negocio —dijo el recién llegado.
—Pero, ¿estás seguro de que eres el diablo? Con esos cuernos de chivo anémico, piel descolorida y estatura de liliputiense, más bien pareces un pobre diablo. Yo esperaba algo más rimbombante, no un bodrio incapaz de asustar al más inocente de los niños. ¿Qué demonios haces aquí?
—¡Más respeto! —contestó—. Y tú, ¿quién rayos te crees? ¿Acaso juzgas que tu alma, despreciable por lo demás, vale más de lo que vale? Mejor siéntate, firma aquí y cerremos el negocito de una buena vez.