Cuando el honor contaba, también había tormentas solares induciendo a matar, pero para matar a otro era necesario tener fuerza, coraje y mucha rabia. Las armas de fuego vinieron a igualar a los hombres. Ahora es solo cuestión de apretar el gatillo. Ni es necesario acercársele mucho al otro, de tan hacinados que estamos.
Pero, curiosamente, sigue necesitándose de un motivo para matar. La rabia puede ser mucha, inclusive largamente calentada. Pero para tirar de un gatillo se necesita de un deflagrador de la agresividad. De ahí que los investigadores del crimen busquen tantos detalles: hora, arma, circunstancias, drogas, historia y tanto más. Sólo que más recientemente a esta larga lista habría que agregarle otra: ¿cuál fue la magnitud de la tormenta solar antes del crimen?
Pues sí, resulta que desde que el protestantismo eliminó la intermediación del clero nos han hecho creer que el individuo es responsable integral de sus actos. Sin embargo, resulta que se mata con más frecuencia, o hasta con más facilidad, bajo la influencia de las tormentas solares. Hasta los suicidios de los japoneses dependen de ellas.
¿Como haremos para penalizar a la persona por perpetrar un homicidio cuando aceptemos que quien jaló del gatillo fue nada menos que el Sol?
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