Cuando vivía en latitudes donde “el clima no existe”, no hacía falta.
Aquí en el subártico, esa pequeña cajita que vive discretamente en un rincón es el núcleo fundamental de la casa.
Como un pequeñito cerebro, el termostato controla, regula y conserva la energía del hogar para el bienestar de sus habitantes.
Pero lo curioso de esta historia es que, hace poco, me tocó transformarme en uno, sí en un termostato.
En uno de esos “tigres” que, con placer a veces mato, me fue comisionado el trabajo de escribir un monólogo desde el punto de vista de un termostato. Habrase visto asignación más prosaica, pensé yo, la que presume de profunda e intensa.
El cliente necesitaba un guión para un video publicitario que promovía eso que ahora llaman smart homes.
Acepté el reto.
Creo que es más fácil escribir desde el punto de vista de un ratón morado que desde un… ¿termostato?
Pero el resultado aparentemente fue exitoso, al cliente le encantó mi propuesta donde le di vida, sentimiento y un poco de humor a la cajita mágica. El comercial fue filmado hace poco, y a mí me pagaron mi “tigre”.
Y así termina esta historia, pero finalizo con mi reflexión, pues hasta de las cosas más triviales se aprende.
Esta experiencia, me estimuló a prestar atención y ajustar la temperatura del termostato de mi casa.
Lo encontré, escondido detrás de un paisaje de nostalgias.
Intuitivamente oprimí varios botones, sin saber mucho, pero quizás con la esperanza de que, no importe si afuera hace frío o calor, lluvia o nieve, aquí dentro de mi cuerpo y de mi casa, “mi cuerpo grande” como dice el poeta, se esté de maravilla.
Es la temperatura exacta de la felicidad.