Ahuyentado por las sirenas y las ratas de Nueva York, Augusto se zambulló en un Metro. Para peor, era el de la línea 3, que lleva gentes del Harlem hasta Brooklyn. Tanto el Metro como la gente parecen caerse a pedazos. Aunque en tonos diferentes el Metro y los pasajeros aúllan, y asustan. Augusto se baja en Columbus buscando una transferencia y se pierde. Dicen que se le vio, pasaporte uruguayo en mano, pidiendo por un tren fantasma a Montevideo.
Digo esto porque el pandemonio de un viaje en Metro que me narró Augusto en el hospicio me recordó al que Augusto quería tomar a Montevideo. Se llamaba el Tren Fantasma. No llevaba a ninguna parte, pero te transportaba a un mundo de horrores en el parque de diversiones que homenajeaba al educador Rodó. Uno se subía a un carrito conectado con otros, te ponían una barra por delante para que no te cayeras, y el convoy echaba a andar ruidosamente sobre rieles en un ambiente oscuro interrumpido tan solo por luces lúgubres que antes de apagarse iluminaban cosas como un féretro del que salía un esqueleto con aires de podrido. Además, al andar, eras tocado por lo que seguramente eran cuerditas pero que en la oscuridad las sentías como si fuesen telas de araña o la baba del propio diablo.
El viaje en el Tren Fantasma duraba minutos, y en él uno se metía para sentir un miedo acogotante; al contrario de la gente que se mete en el Metro de la línea 3 por casi una hora sin saber si saldrá con vida. Cosas de los sentidos, los ruidos, y las memorias. Pobre Augusto.