Juan tiene catorce años y trabaja en el turno nocturno de aseo de la planta procesadora de pollos. Procesadora es un decir. Más bien es un infierno. Ahí llegan los pollos vivos y salen en pedazos, dispuestos en bandejitas de plástico. Las plumas que les vestían sirven para ración de los pollos que vienen atrás. Todo muy arregladito, salvo por el olor, que tiene algo de muerte. El trabajo de Juan es de aseo, sin eufemismos. Al llegar, se pone un uniforme de goma para evitar mojarse con el ácido con el que tiene que manguerear la planta para limpiarla toda antes de las 5am, que es cuando comienza el procesamiento. Si bien el trabajo no se parece en nada a su sueño de ser astronauta, se sacó un selfi con su uniforme, lentes y gorro para que sus amigos crean que está entrenándose para ir a la Luna. En el selfi no se le veía la cara, pero bien que podría ser Juan. Es lo que contaba para impresionar a los que se quedaron atrás. No a los pollos que llegarían sin parar, sino a sus amigos, que vendrían con los pollos. Porque es así, una procesadora de pollos es una usina que muele gente junto con los pollos. Si encontraras un dedo en una de las bandejitas, llama a la procesadora, puede que sea el que Juan perdió tratando de rescatar su guante al tiempo que otro niño trabajador disparó la máquina a andar. Todo fue en una fracción de segundo.