Recientemente, por circunstancias diferentes, acudí a dos lugares muy concurridos.
Me impactó la multitud avasalladora de cada uno, quizás por la falta de costumbre después de tantos meses de pandemia.
Eran dos locales muy diferentes en su estilo y naturaleza, pero con varias cosas en común.
En ambos se servían cocteles coloridos y toda clase de fluidos, fríos, más bien helados.
El personal que atendía era extraordinariamente amable y eficiente en ambos sitios, siempre con una sonrisa a flor de labios.
Una de estas salas era más bulliciosa que la otra. En la primera, la gente hablaba con más volumen; en la segunda, se percibía un silencio sobrecogedor que hablaba todavía más alto. Pero en ambas localidades se sentía una secreta camaradería. Quienes concurren a esos espacios comparten vínculos profundos.
Yo siento fascinación por eso que llamo “la experiencia humana” y me gusta observar a mi alrededor, a la multitud y sus rostros inescrutables, a mí misma.
Contrastar estos dos espacios me resultó muy esclarecedor. Agradezco a mis dos amigas que me dieron el regalo de su compañía.
Es tiempo de revelarles que, el primer lugar al que asistí era un “pub” o bar como se le conoce en criollo. Allí me tomé una muy bien conversada copa de vino y de amistad con una bella amiga.
El segundo lugar al cual se refiere esta analogía es la sala del hospital donde los pacientes reciben quimioterapias. Allí acudí como acompañante de otra valiente amiga.
Esa mañana nos tomamos un trago fuerte, de coraje y esperanza. Conversamos, nos reímos y hasta le leí las cartas de los animales guías espirituales, costumbres de nuestras “Primeras Naciones”.
No existe el miedo para aquellos que tienen esperanza.
Dicen que “tener esperanza es creer en lo imposible”, y con el perdón de Santo Tomás, no es “ver para creer”, sino más bien, “creer para ver”.
Bar y hospital, salud y enfermedad. La experiencia humana.
Dos caras de una misteriosa moneda.
Esa que llaman VIDA.