En mi país, si uno dice “ese se cree la tapa del frasco”, significa que esa persona es arrogante.
Si uno dice “ese sí que es la tapa del frasco”, pues se trata de un individuo muy competente y excepcional.
Y esto no tendría nada de particular si no fuera porque, todas las mañanas, tengo una pequeña pelea con la tapa del frasco.
No es una persona, es literalmente, la tapa de un frasco.
El frasco donde guardo el café.
Hay días en que se enrosca y desenrosca fluidamente y de maravilla. Otras, me cuesta, se traba, como si no perteneciera, como que me cambiaron la tapa o el frasco.
Es un pequeño contratiempo en mis mañanas solitarias.
Comencé a pensar que la tapa del frasco era una especie de oráculo.
SI la tapa se tranca, mi día se tranca.
Si la tapa fluye, mi día fluye.
Pero claro, el argumento de la tapa del frasco es bastante tonto, y mi mente científica sabe que ni me cambiaron el frasco, ni la tapa, y que, si calza o no, no se trata de las fuerzas ocultas del universo.
Es algo más profundo.
Y es que hacerme el café de la mañana es una más de esas que llamo, “mis pequeñas soledades”. Un recordatorio de todas esas personas con quienes me gustaría compartir un primer café y que volaron a otros dominios.
Comprendí que ese traqueteo, esa pelea con la tapa del frasco del café, era un sollozo oculto, una de esas “mini ausencias” del día a día, que a veces pesan más que el inmenso hueco de las despedidas.
Ahora, antes de abrir el frasco del café hago un pequeño ritual matinal.
Miro el sol naciente, lo saludo, respiro, agradezco.
Me dejo invadir por la paz que se mete por mi ventana en forma de amaneceres y de presencias místicas.
Y en este estado de relajación, desenrosco y enrosco la tapa del frasco, que ahora fluye como si estuviera recién aceitada.
Después, inhalo largamente el aroma de mi primer café: negro, intenso y dulce, como la vida.
Esa que aprendí que, con sus pequeñas soledades, con sus atascos, y trabas, sencillamente, sigue…