Como sabemos, antiguamente las madres tenían que amamantar al crío sí o sí. El mandato iba directo a ellas, mejor dicho, a sus pezones. A propósito de este mandato, recuerdo que un día me contaron algo escalofriante: una madre sufrió un golpe emocional con secuelas amplias y la leche de sus pechos padeció como sequía de campo…
Esta madre paralizada en sus faenas de proveedora, y muy preocupada por el hambre de su pequeño, no tuvo más alternativa que echarle el ojo a la leche de su criada quien ebria de risa amamantaba al propio. El médico al revisarla la encontró, más que apta, dispuesta a alimentar al bebé de su señora.
El acuerdo salió de maravilla, excepto, claro está, unos lloriqueos sobresaltados y la abundancia de gases en el pequeño que tomaba leche inmaterna de unos pechos hondos como ajenos.
Como era de esperar, ambas madres se emparentaron: una por la suspensión lechosa y la otra por suplantarla en el amamanto diario.
En su mayoría de edad, el joven de casa amamantado en situación inmaterna comenzó a desear el aguardiente y otros brebajes. Estas apetencias extrañaron a todos. Si bien el calor llevaba a los jóvenes a beber refrescos, no los conducía a consumir bebidas alcohólicas.
Sin sustento médico, los pobladores no tardaron en atribuir los vicios del joven a la mujer que lo amamantó. Es más, la sabiduría popular predominó y los comentarios traspasaron los muros de la ciudad.
Un buen día, arribó un amigo viejuno de la criada. El susodicho llegó con voz torrencial a propalar el amorío entrambos, un amorío, por lo que dijo, burbujeante como los vasos de ron ardiente que se prodigaron más de un verano, y quizá tan ardientes como la pasión que demarcó los pechos hondos, pechos que surtieron leche propia y leche inmaterna.
Con estos entredichos a destiempo, vaya usted a saber si el viejuno contó una pizca de verdad o si solo echó a andar su destilería canallesca.