Hace muchos años, hablando en broma y en serio con una querida amiga, decíamos que íbamos a inventar la sociedad del mutuo elogio; aunque ella prefería la denominación “sociedad de la mutua sobadera de barriga”.
Se trataba de un grupo o cenáculo que formaríamos ella, yo y algunos agregados más. Nos dedicaríamos a escribir elogios los unos de los otros, los cuales publicaríamos en revistas creadas por nosotros; también convocaríamos a concursos y por supuesto los premios serían para los miembros de nuestro selecto grupo.
Pero con el tiempo me he dado cuenta de que la gran mayoría de organizaciones funciona más o menos así, casi sin excepciones. La mejor prueba son los Oscars, que se los dan entre ellos mismos. Si bien la producción en el mundo es de 100 películas no norteamericanas por cada una de esa nación, los Oscars son todos para los gringos, menos el que es para película extranjera.
Los Nobel de literatura, ya saqué la cuenta y lo escribí en otra ocasión, son en su mayoría europeos o norteamericanos, franco o angloparlantes. Y aunque la tercera parte del mundo vive entre China e India, hasta ahora llevan un premio Nobel cada una de estas naciones. (Hay otro escritor, pero curiosamente está nacionalizado francés).
La avalancha de concursos que hay en España es el mejor (o peor) ejemplo en este sentido. Hacen convocatorias abiertas para todos los hispanohablantes y reciben manuscritos de diferentes partes del mundo.
Sin embargo, siempre gana alguien nacido en España (los jurados también suelen ser de la península). A veces dan un premio a un hispanoamericano, para despistar y para que las grandes editoriales sigan vendiendo sus libros en nuestro continente.
Es el sempiterno principio de la rosca: beneficios disponibles solo para amigos y familiares, míos o de mis amigos; abstenerse entes ajenos… Esa rosca de la que se habla y que se crítica cuando la vemos aplicada en los ámbitos de la administración pública, es la misma que impera en el mundo de las artes y las letras.
Lo triste es que uno pensaría que, por ser artistas, creadores, pensadores, y trabajar con la materia más sublime (sea lo que sea que eso signifique), todo sería distinto, más correcto, más puro, más moral…
Pero no. Somos iguales o tal vez peores. Cuando se trata de repartir premios, accésits y ediciones, nos olvidamos de lo sublime y nos volvemos humanos, demasiado humanos.