El 2023 comenzó raro.
Entre nubes, cruzando husos horarios y recibiendo un nuevo año sobre Groenlandia, otro en Suecia, y así cada hora otro y otro. Como si el tiempo se hubiese pegado, un disco rayado.
Sí, me tocó recibir el año en un avión, sola, como la campanada de la una.
Sin abrazos.
Pero no es para victimizarme ni mucho menos, porque en recompensa, mi año comenzó de maravilla y en familia.
En España, la fiesta de la Epifanía, el 6 de enero, es una gran celebración, mucho más que en mi país de origen, Venezuela, o en el adoptivo, Canadá.
Entre mis recuerdos de Caracas, está el aguinaldo que decía, los tres Reyes Magos vienen del oriente, con sus taparitas llenas de aguardiente, y también me acuerdo de que los Reyes me dejaban un billetico de diez “bolos” en los zapatos.
Este 6 de enero, tal vez como un reflejo condicionado de mi infancia, lo primero que vi al levantarme fueron mis pantuflas.
Estaban vacías.
Como que los Reyes Magos venezolanos eran un poquito más generosos, pensé, bromeando conmigo misma.
Sin embargo, al ponerme mis mullidas y horrendas pantuflas, se produjo un leve resplandor en la habitación, como si el sol se metiera por el piso bajo mis pies, pensé que eran los primeros rayos del alba, pero aún era temprano.
El súbito fulgor vino acompañado con una sensación de plenitud.
Una gran paz.
Sentí un peso leve y cálido sobre mis hombros, como un abrazo.
Alguien me murmuró al oído:
“Todo va a estar bien”.
Calcé con alegría mis agradecidas pantuflas, no había un billete de diez bolívares esta vez, sino mucho más.
Los Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, me dejaron este año una verdadera fortuna.