Bruno Santos / Folhapress
Trabajo en el aeropuerto internacional de Río de Janeiro, recibiendo viajeros que regresan o vienen de visita. Desde allí, instalado bajo una cámara de reconocimiento facial, veo el mundo. Veo turistas, jóvenes, viejos, acompañados, solos, blancos, negros, amarillos, que traen en sí mismos el deseo del trópico. Veo a madres jóvenes empoderadas por el sentimiento apolíneo de la maternidad, enfrentando a su descendencia contra la grandeza del universo entero. Veo niños dando sus primeros pasos, alejándose de sus padres, con los ojos bien abiertos de tanta curiosidad y el aura cándida e inocente de quien aún no conoce la crueldad del mundo. Veo a los que vuelven harapientos, aplastados por el sueño incumplido. Veo exprostitutas, que con la fuerza perenne de sus vaginas, doblegaron al viejo mundo ganándose el respeto y los maridos alemanes. Veo travestis versados en diferentes idiomas, practicados en palos palpitantes extranjeros. Veo mecánicos, camarógrafos, marineros filipinos, inmigrantes chinos. Veo futbolistas desconocidos que regresan de países desconocidos con sus medias zurcidas. Veo celebridades (Roberto Carlos pidió usar nuestro baño, debe ser difícil para una estrella usar un orinal público). Veo tenistas famosos (Nadal es más bajo que yo). Veo actores, actrices, superhéroes (puedo decir que conozco la identidad secreta de Spider Man). No hace mucho lo vi venir hacia mí, él que no necesita ningún artilugio para que le reconozcan la cara, ni siquiera en la selva más remota del planeta. Empujado en una silla de ruedas, visiblemente debilitado por la enfermedad: ¡Pelé! Cuando se acercó a mí, hice referencia a que me indicaba el camino y solo dije: Por favor, majestad. Al mismo tiempo les hizo señas para que dejaran de empujarlo y me tendió la mano (¡a mí!) a modo de saludo. Y no digo más porque me lloran los ojos.
Por favor, Majestad, siga hacia la luz, pilar de toda su vida.
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