Ya casi nadie escribe, ni manda por correo tarjetas de Navidad.
Es un raro placer abrir el correo y encontrarse con correspondencia que no sea publicidad, o cartas de quienes más nos quieren y escriben con frecuencia: los bancos, tarjetas de crédito y otras cuentas por pagar.
Como estoy en clases de pintura, me propuse este año, hacer yo misma mis tarjetas de Navidad, para enviárselas a todos quienes me han regalado este año, momentos de alegría y felicidad.
Tomé mis pinceles, mis acuarelas y me senté en un rincón de mi hogar a buscar inspiración.
Mojé el papel, tal y como me explicó mi profesora, y con tonos índigo y cobalto, sugerí una noche estrellada. Esperé que secara y con el verde tracé un gran pino con sus ramas rebosantes de nieve. A su lado, con trazos delicados, pinté una casita de madera con humo saliendo de su chimenea y, en color ocre, un par de venaditos, corriendo a su alrededor.
Con pincel muy fino, incluí algunos detalles que se asomaban por la ventana de la casita. Los más importantes, un fuego encendido, una flor de Pascua y un Niño Jesús. Allí, en esa casita también estoy yo, junto a una butaca vacía, pero ocupada y llena de gloriosa presencia.
Di por terminada mi estampa navideña, pero antes de cerrarla y echarla al buzón de mis pensamientos, escribí de mi puño y letra, una sola palabra que espero llegue por el correo del viento a todos quienes me han acompañado en este año.
¡Gracias!
¡Feliz Navidad!, a quienes han tenido la gentileza de leerme en Atril, a mis familiares y amigos, y a todas las personas de buena voluntad.