
Cabeza y dos cajas, 1929
Empecé con una colección de cajitas hace años. Al principio pensé que se iba a parecer a algunas del siglo XIX y principios del XX que salen en las películas, hechas de materiales “nobles”. Madera de caoba, marfil, porcelana. Pero rápidamente entendí que por lo que a mí me gustaban era por lo que contuvieron o pudieran contener en el imaginario. Aire, recuerdos, belleza, virtudes.
Y así empecé a recoger cuanta cajita me llamase la atención: cajas de fósforos, de metal con antiguas propagandas impresas, hasta las de cartón que dijeran algo, con las que hubiese pasado algo. Eran cajas animadas con recuerdos. Así aprendí que todos los objetos tienen historias no solamente con uno, sino con otras personas, cosas y lugares. Que descubrirlo es una parte vital del mundo y que a mí eso me gusta.
Una vez perdí mi colección. Se quedaron en una casa en la que ya no vivo. Siguen allí, dando que hacer y viviendo, que eso es lo que significa el reciclaje de cajas, otra ventaja que tienen. Están las que le gustan a Pluto, mi gato, que convierte cualquiera de ellas en una oportunidad para alegrarse y jugar a través de colores o sensaciones cuando las convierte en un tobogán y se revuelca con denuedo.
Y las que me gustan a mí, porque se verían bonitas con unos lápices dentro – todavía escribo con lápices de grafito y de colores- o porque han sido de alguien importante – tengo alguna que fue de una niña querida, con forma de perrito amarillo-. Porque son de alguna gema semipreciosa o de algún material especial. Están también las que sirven para construir algo en algún momento.
No se acumulan, porque las cajas preciosas no andan por ahí en cantidades. Se trata de una relación espiritual. Ahora, por ejemplo hay una verde, de supermercado, grande y muy bien hecha que me guiña el ojo. A lo mejor la convierto en un jardín, quien sabe.

es experta en el cultivo de huertos de hortalizas y flores.
lucygomezpontiluis@gmail.com