Cuando tengo invitados en casa, me esfuerzo en ser una buena anfitriona.
Es decir, estar atenta a que estén a gusto, de que sus bebidas estén siempre llenas, que la comida sea abundante y deliciosa.
En fin, que se sientan como en casa y se vayan de la mía con, “barriga llena y corazón contento”.
Yo pensaba que mi vida era bucólica y solitaria, pero de pronto me puse a sacar cuentas y la verdad recibo más visitas de las que yo creía.
Mis invitados se presentan de forma espontánea, sin mucho plan y eso lo agradezco. La verdad soy enemiga de planear en exceso, pienso que esa manía de la gente de controlarlo todo, cancela la magia; hay que dejar espacio, para que la magia se manifieste, eso creo.
Mis invitados más apreciados tienen la licencia de presentarse cuando quieran y ese es el encanto.
Mi mamá me enseñó una máxima que practico a diario: en esta casa se comparte lo que haya.
Pero estos invitados cotidianos, la verdad no consumen gran cosa.
Se sientan en la sala conmigo, los invito a que se pongan cómodos.
Me conecto con su presencia, a veces sin decir mucho.
En otras ocasiones, tenemos un intercambio mucho más elocuente.
Nos enganchamos en discusiones profundas, apasionadas.
Estos invitados me mueven, me cautivan; los contradigo, me contradicen; los interrumpo, me interrumpen.
Me arruinan, me enriquecen… como dice un poeta.
Quedo agotada pero llena; lista para una copa de vino en solitario, cuando los veo salir por la puerta.
Confieso, mis visitantes no son de carne y hueso, pero me acompañan mucho.
Mis invitados son mis ideas.
Las hay buenas y malas. A ambas las recibo con la misma hospitalidad. De las malas también se aprende.
Pero las buenas ideas pican como un escorpión, y me llenan con su dulce veneno.
El de la creación.
Y es que cuando viene a compartir mi mesa, una idea hambrienta, una obsesión nueva, me entrego a los brazos del ensueño y siento que me enamoro…
Otra vez…