
Iba caminando en un pueblo de Florida cuando escuché un grupo de gente alentando, celebrando y gritando a lo lejos. Me llamó la atención, porque el mundial había terminado y era un jueves al mediodía. Cerca de la cuadra en la que estaba, había un hotel de unos veintitantos pisos, recién construido. Crucé la calle buscando la fuente de alboroto y me acerqué hacia el Lobby del edificio.
Al llegar vi unas diez personas mirando hacia arriba, esperando con ansias. “¿Que está pasando?” le pregunté a una pareja que miraba hacia arriba en silencio, él con una cámara de fotos, y ella con los ojos.
“La limpiadora va a saltar por sexta vez” me dice la mujer. “Saltar?” le pregunto. “Sí”, me responde emocionado el esposo. “Están inaugurando un salto Bungee y necesitan que alguien salte seis veces para probar que es seguro para el público”.
Mientras me terminaba de explicar el espectáculo anticipado por el grupo, veo a una pequeña mujer asiática, con un mandil y uniforme de limpiadora, aparecer en el último balcón. Un empleado del hotel la señala, emocionado. La gente lo celebra.
“¿Por qué está haciendo ella la prueba de seguridad?” le pregunto a la pareja.
Él toma una foto, y ella me contesta “Le pagan bien por ser el conejillo de indias. Su hijo está en la cárcel y ella le necesita mandar dinero para comprar snacks allá adentro”.
Miro hacia arriba y veo a la mujer, sin expresión alguna, alistarse para su sexto salto del día. Tres pensamientos me invadieron la mente el resto de mi tiempo allá: lo extraño que es visitar Florida, los snacks en la bodega de la cárcel, y en todas las mujeres que saltan.

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