No es una iglesia y, sin embargo, se siente la misma solemnidad.
No es un mausoleo, pero se respira ese sobrecogedor y respetuoso silencio.
No es un museo, pero se percibe la razón que hace a las personas interesantes, intensas, talentosas, inolvidables.
Es un lugar, no muy grande, pero que alberga ternuras, fortalezas, comienzos, finales; reflejos de una auténtica belleza, de vida.
Se encuentra en un rincón polvoriento, pero entrañablemente íntimo de mi hogar. Ése que como dice el poeta persa Gibran es “tu cuerpo grande”.
No voy a continuar con esta especie de adivinanza, para no aburrir.
Es mi baúl de los recuerdos.
Lo visité hace poco buscando algo, ya ni me acuerdo, y como si se tratara del sombrero de un mago, saltaron conejos en forma de memorias.
Un pozo desordenado de tarjetas, cartas, viejas fotografías, cada una un momento inmortal.
Me quedé un buen rato sumergida en ese océano de pasado, que se sentía muy presente. Fue como revivir aquellos “aquí y ahora”, después de galácticos años luz.
Lo sentí como un instante eterno, el encuentro con una cierta divinidad.
Cerré el baúl y me quedé un buen rato escuchando el eco de mi propia vida.
Murmullos del tiempo…