Al igual que debe haberle sucedido a muchos de ustedes, yo también tuve una mascota muy especial, que ya no está conmigo más que en mis recuerdos y pensamientos. Pero no fue en la infancia, sino estando yo en la edad de adulto contemporáneo, como la llaman.
Dicen que si Dios no te da hijos, tal vez te dará sobrinos o perros o gatos, o todas las anteriores. En mi caso fue una gata. Nikita se llamaba. Le puse ese nombre debido a la serie de televisión: Nikita la femme.
Más que una compañera en mis tiempos de soledad, fue como una hija: pequeña, peluda y gruñona, pero encantadora. Y dormilona, como todas las gatas. Al igual que deben haber hecho muchos de ustedes, me cansé de tomarle fotos a mi Niki. Casi podría hacer un Kamasutra ilustrado del sueño felino, de unas mil páginas.
Aunque había enfermado otras veces, un día fue algo más grave: aparecieron unos tumores. Ya no pudo recuperarse. Tal como dicen que uno debe hacer, estuve con mi gata hasta el último segundo, acompañándola al dar ese paso, al igual que ella me acompañó tantas veces. Exhaló su último aliento mirándome desafiante a los ojos. Así fue siempre y así murió.
Es una lástima que solo vivan unos años, pienso yo y muchos otros que se encariñan con mascotas. En una ocasión leí algo que escribió una persona, que se lamentaba por la muerte de su caballo. ¿Por qué aferrarnos a seres que son más efímeros que nosotros?, se preguntaba.
Hoy ya sé la respuesta. Es que no nos importa. Aclaro: no es que no nos importe que fallezcan; es que a pesar de que sabemos que estarán por un corto tiempo, no dejamos de amarlas, como ellas a nosotros.
Del mismo modo que no nos abstenemos de ver una película porque sólo dura dos horas. Seremos felices por el momento y mientras dura, como yo lo fui con los rasguños que me prodigó Nikita durante sus casi nueve años y medio.
Yo no dejaría de volver a vivirlo, aunque tenga que pasar otra vez por ese momento amargo de la despedida. La verdad valió la pena. Amar siempre vale la pena, aunque sea por breve tiempo.