Persona que carece de un lugar estable, anda en camello y se dedica al pastoreo.
Creo que el significado de esta palabra ha cambiado.
Hace poco escuché el término “nómada digital”.
Dícese de quienes trabajan de forma remota, lo cual les permite desempeñar sus ocupaciones desde cualquier lugar del mundo.
Es decir, laboran en lo que les apasiona, tienen una buena remuneración y se lanzan a descubrir el mundo. No suena nada mal realmente.
Me pareció bastante interesante esa nueva dinámica que muchos han adoptado como un estilo de vida y me puse a reflexionar en mi extensa vida laboral, la que me trajo a este bello país Canadá, y en mi actual estado de vagancia, o más bien “ocio cultivado”, como diría Oscar Wilde.
Entonces, observando mi cotidianidad en esta tierra de horizontes infinitos y cielos vivos, concluí que yo también soy nómada.
Amanezco cada día en un lugar diferente, gracias a la luz.
Ya no soy ‘calienta sillas”, mi oficina actual es móvil, una roca, un tronco, un banquito, mi cama, mi butaca.
Tengo conversaciones muy productivas conmigo y con mi entorno. Intercambios apasionados, poéticos, caóticos incluso. Muchos de ellos ocurren en silencio.
Mi trabajo remoto es muy interesante pues tengo que mantenerme muy atenta. A veces encuentro tesoros, como una pluma de faisán, una nube en forma de colibrí, una hormiga en febrero.
Mis jefes, las montañas, el río, el viento me invitan cada día a encontrar la paz interior.
Y sobre el salario, debo decir que mi corazón está muy bien remunerado.
Tanto, que, en las arcas de mi vida errante, hay lugar para la melancolía, la pérdida, la ilusión, la alegría. Al final todas son formas de belleza.
Pues bien, la vida me llevó finalmente al trabajo perfecto.
Concluyo que todos somos un poco nómadas, no digitales.
Nómadas de un camino que cambia en cada curva.
Nómadas de nuestra frágil e impredecible existencia.