Esconden, revelan, definen. Son historia.
En el medioevo, las mujeres usaban altos conos con largos velos. En el S. XVII sombreros de paja pequeños y planos sobre grandes pelucas. En el XVIII y principios del XIX, cofias adornadas con lazos y cintas. A fines del XIX, sombreros de ala con flores, cintas, plumas y pájaros. Décadas más tarde, ajustados y de ala pequeña o sin alas, los cloches. En la Edad Media, los hombres usaban capirotes y gorras. En el XVII, los de chimenea; en el XVIII, tricornios con ala plegada formando dos puntas, como Napoleón. En el XIX, de copa y bombines. Al comienzo del XX, sombreros de pajilla con listón de gros. En el XIX y parte del XX, nadie salía sin sombrero. En la Belle époque se abrió un restaurant en París al cual los caballeros llevaban a las “otras señoras”. El local se dividía en cubículos de medias paredes de cristal con cortinas. La altura permitía ver los sombreros de las damas; así los caballeros identificaban a los acompañantes. Lincoln no usaba carpetas para sus discursos; los ponía dentro de su sombrero de copa.
Los hombres deben descubrirse en un lugar bajo techo o al saludar en la calle. Es de pésima educación que un caballero se siente a la mesa con la cabeza cubierta, pero las mujeres no nos quitamos el sombrero ante nadie.
Chaplin personificó la ingenuidad con su bombín. Churchill popularizó el Fedora, y el Borsalino fue el sello de Bogart. Un pajilla redondo fue la marca de Coco Chanel. El sombrero de lana con aletas anudadas identifica a Sherlock Holmes. En los 40, 50 y 60, era pieza del vestuario femenino; debía combinar con el traje, zapatos y cartera. Jackie Kennedy, Grace de Mónaco y Audrey Hepburn vestían pillbox. El Panamá es ecuatoriano. Neruda usaba gorra. Rómulo Betancourt lucía un Fedora. Lady Diana los usaba como festejo a la elegancia británica. Son pieza clave en las carreras de caballos. Un sombrero nunca sobra.