Gente que Cuenta

Por lo menos hicimos eso – Felipe González Roa

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Alfred Mouillard
Robespierre y Saint Just en camino a la guillotina
1884

El Incorruptible esperaba, con la mandíbula destrozada, en la Conciergerie. Algunas horas antes antiguos aliados y viejos enemigos se pronunciaron en su contra y precipitaron su ruidosa caída. Muy pocos se mantuvieron fieles a Maximilien Robespierre. Entre ellos destacaba la figura del “ángel del terror”, Louis de Saint-Just, quien, al igual que su compañero, aguardaba por su pronta ejecución.

Cuenta la historia que, cuando ambos se preparaban para enfrentar a la guillotina (la misma a la que ellos habían enviado a miles de franceses), Saint-Just apuntó su dedo hacia una de las paredes de la cárcel y le dijo a Robespierre: “por lo menos hicimos eso”. Señalaba un dibujo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Sea este relato cierto o falso, aunque probablemente se trate de una exageración romántica, explica maravillosamente no sólo ese fatídico momento sino también la historia de la revolución francesa, tan terrible como sublime, tan sangrienta como trascendental.

Es imposible entender la historia de la cultura occidental sin comprender la decisiva influencia de la revolución francesa, y prácticamente no se puede concebir el nacimiento de la modernidad sin percibir la relevancia de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Los derechos humanos le han dado forma al mundo tal cual como se le conoce hoy, o al menos a una parte importante de ese mundo.

El estudio de la revolución francesa revela una era apasionante. Vertiginosos cambios que no sólo acabaron con el dominio absolutista de un rey, sino que abrieron el camino para darle el protagonismo a los ciudadanos, ya no categorizados por el origen de su cuna o por la cuantía de sus propiedades.

Pero la revolución francesa también protagonizó años de muerte y de sangre, de odio y de exterminio, de encendidos discursos que no buscaban incentivar el debate de ideas sino simplemente aplastar al que pensara diferente, exponerlo al escarnio público, caldo de resentimiento.

La guillotina, invento revolucionario para hacer más humana la muerte, se convirtió en el símbolo del terror, la paradoja de una época.

Y a pesar de todas esas tragedias, “por lo menos hicimos eso”. Esa es la confesión del cruel e intransigente Saint-Just, tal vez un alegato para marcharse con paz en su conciencia, o un reclamo para ser recordado con más indulgencia.

El siglo XXI llegó a la humanidad con muchas expectativas, entre creencias sobre “el fin de la historia” y el cese de todos los conflictos, con la esperanza de, al fin, trazar un mundo entregado a la colaboración y no a la confrontación. El 11 de septiembre del 2001 estrelló la confianza y dio paso al terror. Y ahora las primeras décadas de esta centuria muestran el incierto camino que al parecer quiere tomar esta llamada post-modernidad.

Hace 200 años por lo menos se abrió el camino a la democracia, se empezó a reconocer los derechos de la gente, se marcó la ruta que debe llevar la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Sumergidos totalmente dentro de la cotidianidad es muy difícil hoy tener la claridad para poder entender, o al menos intuir, hacia dónde, desde ahora, se dirigirá la humanidad. Sólo queda esperar que todo lo vivido y sufrido en estos momentos permita algún día exclamar que, por lo menos, todo esto valió la pena.

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Felipe González Roa es periodista, con 17 años de experiencia en la cobertura de la fuente judicial y de derechos humanos. Escribió para periódicos como El Universal, Notitarde de Carabobo y El Tiempo de Puerto La Cruz. Es especialista en Opinión Pública y Comunicación Política, y actualmente es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila
Jfelipegr@gmail.com

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