Una vez en São Paulo, de pie en uno de esos buses que tiemblan mucho, y junto a una linda jovencita a quien se le cayó algo, tuvo que pedirle a la joven que recogiera lo que se le había caído, ¡de lo contrario pudiera ser que ella tuviera que levantarlo también a él del suelo!
Él cree que este fue el comienzo de su tomada de conciencia de que ya no era el mismo. Que ese fue el principio de su fin. Continuó combativo cuando lo creía necesario, altivo a veces. Pero a medida que pasaba el tiempo, comenzó a darse cuenta de que ya no podía en la parada leer el destino de los autobuses antes que nadie, y comenzó a usar gafas. Pero también empezó a pensar que el agua de la ducha tardaba más en calentarse, y para eso no había prótesis. Cuando escuchó que había un virus que podría quitarle el olfato y el gusto, se desesperó, porque ese era uno de los últimos placeres que le quedaban. Y cuando unos amigos uruguayos le pidieron que no comiera más pulpos, porque esos animales eran inteligentes, les respondió sin dolor que los uruguayos decían eso porque no tenían pulpos, no porque pensaran que el ganado que comían era estúpido. Y tan pronto como terminó de hablar, supo cuál era el peso de un remordimiento; y se dio cuenta de que así comenzaba la mejor etapa de su vida.
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