RIP, Tapón,
por Alfredo Behrens

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      Fue mi primer muerto. Murió gordo. No lo recuerdo flaco, pero corto sí. Tanto que en la escuela lo llamábamos Tapón, por su forma. Como profesor, era temible. Cuando estaba enojado nos pegaba. Tal vez no fuese mala persona, porque era casado con una mujer de la cual todos tenemos gratísimos recuerdos.

Pero resultó que cuando al Tapón le llegó su vez estaba bien pesado, y el director de la escuela ordenó que media docena de alumnos cargásemos su féretro. Tal vez el director haya creído que eso nos enorgullecería. Pero nosotros lo sentimos como la venganza del Tapón, porque muerto pesaba más que un remordimiento. Nunca habíamos cargado un ataúd. Parecía tener piedras dentro. Las manijas del ataúd nos cortaban las manos.  Si alguien nos hubiera avisado habríamos usado guantes, de esos de los goleros. Cada paso era un suplicio, más aún porque no sabíamos la distancia a la fosa y el dolor parecía no tener fin.

Afortunadamente hubo un descanso. Tuvimos que apoyar el féretro sobre unos caballetes mientras alguien despedía al Tapón. No recuerdo qué se dijo al despedirlo, el dolor era demasiado. Tanto que yo, para aprovechar la oportunidad, ordené a mis colegas que diéramos un giro alrededor del féretro para que al retomar el tormento por lo menos el dolor lo sufriera la otra mano. Fue providencial.

El cementerio era pequeño, la fosa no debía quedar mucho más lejos. Cuando llegamos los enterradores se encargaron del resto. Ahora el suplicio era de ellos, que por lo menos se les pagaba para eso. Mientras tanto, nosotros, aliviados, nos fregábamos las manos, a la Poncio.

Nos dieron el resto de la tarde libre. Comimos pizzas y tomamos cervezas, y ya repuestos del dolor nos reímos como locos recordando al Tapón. Cada uno tenía una anécdota peor que la otra. Después de todo, quien ríe por último ríe mejor.

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