Las oficinas ministeriales suelen ser lugares muy húmedos. Y esa humedad proviene casi siempre de corazones que lloran. Casi nadie lo sabe, pero tan ilusoria y vana es la tristeza como la felicidad más desbordante. Y quizás por esa razón Arelys no tuvo motivo para llorar aquella tarde en que le comunicaron que la editorial en donde había trabajado los últimos catorce años ya no era más. Pensó en su escritorio y en su máquina, aquel espacio le era tan cómodo como la cuna de su sobrina Andrea. No tuvo tiempo para eso que su mamá llamaba “la dulce congoja del ayer”. Solo miró el largo pasillo que ya no vería más. Y el camino de salida fue una larga sopa. Prefirió bajar las escaleras y perdida en su descenso oyó de nuevo y por última vez la música de aquel murmullo alegre que le agujereaba el corazón.