
Ilustración para “Las desgracias de los inmortales”
Max Ernst
1922
Había pasado una semana en la capital de aquel país africano escapándome de las balaceras, pero no conseguí escaparme de los microbios. Muy debilitado ya me iba del país y terminaba de pasar por el control de pasaportes del aeropuerto, cuando se me interpone un nativo de túnica algo blanca, pero que aun así contrastaba con el color de su piel. Y con aquel inconfundible aire burocrático de quien encontró un gil, me demandó:
¿Certificado de vacuna contra la fiebre amarilla?
Le dije que lo había mostrado al entrar y que sin él no podría haber entrado al país.
Sin más, y con aquel aire inconfundible de perro-con-un-hueso-en-la-boca, empuñó una jeringa de dimensiones veterinarias, con una gruesa aguja herrumbrada, y sin más se ofreció a vacunarme ahí, en el zaguán. A lo que le esgrimí el salvoconducto para esas ocasiones:
¿Cuanto?
$10, me dijo, y mientras sonreía guardó su jeringa.
Tal vez porque no regateé el precio, me ofreció una ñapa; me sellaría el certificado internacional de vacunación como si me hubiera aplicado todas las vacunas exigidas y por exigirse.
No era mala persona, después de todo

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