Me puse los guantes y preparé mi quirófano particular.
Iba a realizar mi primer trasplante.
Trasplantar significa trasladar un “órgano”, desde el lugar donde está arraigado y asentarlo en otro sitio más sano, con más probabilidades de crecer y vivir.
En mi caso, el receptor era amplio y su sustento nutritivo.
Con mucho cuidado y hablándole con dulzura, como si se tratase de una cirugía de corazón abierto, tomé su frágil verdor en mis manos y lo coloqué en el pecho de su nuevo hogar.
Una maceta llena de sol.
Regué mi plantita, me quité mis guantes de jardinería y recé para que el trasplante fuese exitoso.
Sequé el sudor de mi frente con una súbita reflexión.
Esa matita soy yo.
Y como yo, tantos quienes dejamos nuestro país, nuestro arraigo, por las razones que sean, para sembrarnos en nuevos continentes.
En mi experiencia particular, siento que me han regado y alimentado con amor y generosidad. Aquí en Canadá, se han asentado mis raíces y han crecido mis ramas.
Esos brazos espirituales que nos permiten tocar a los amigos, hermanos, familia regada por el mundo, en un abrazo verde y frondoso.
No sé nada de medicina ni de jardinería (aunque me he nutrido con los consejos de nuestra compañera Lucy Gómez) pero espero que mi matita trasplantada floree de nuevo.
En ese otro, mi “trasplante” de alma casi, puedo decir que, aunque mi raíz siempre estará un poco adolorida, las nuevas ramas, decididas y fuertes, esas que saludan al cielo, dan cobijo a las aves y hacen silbar al viento, me sustentan…