Compré un libro hoy y de inmediato me arrepentí. La portada era tan hermosa que me imaginaba encontrar en esas páginas un poco de la vida que nunca viví. Fueron palabras bien organizadas de doctores en ciencias sin nombre y vidas envidiadas, ganadores de premios infinitamente prestigiosos, dignos de fotografías y artículos en los periódicos, con miles y miles de seguidores en las redes sociales. Como no entendía nada, intenté dejarlo en la terraza del café donde me había preparado de antemano para esparcir las palabras sobre mí, como quien disfruta el placer de frotar en antebrazo una pequeña muestra gratuita del perfume que sabe que no puede comprar.
En la mesa de al lado estaban hablando. En un gesto rápido, el joven me llamó la atención sobre el libro que pensaba dejar allí. Se lo ofrecí, pero no quería quedárselo. No tenía tiempo para leerlo, porque el tiempo no tenía tiempo para él. Ante mi insistencia, se encogió de hombros y con voz segura afirmó que los libros son el refugio de quienes nunca han vivido.
Pensando que tal vez tenía razón, decidí dejarlo en el supermercado entre paquetes de arroz, frijoles, azúcar y botellas que prometen momentos etéreos. Miré a derecha e izquierda y subrepticiamente me alejé del pasillo. En la caja automática, dos personas mostraron lo que iban a cenar. Cuando llegó mi turno y me disponía a irme, un empleado firme y serio me agarró del brazo y me entregó el libro. Entonces le dije: “Quédatelo, no tengo tiempo para leer, los libros son el refugio de quienes nunca han vivido.”