Pensaba que era una especie en extinción.
Me refiero a encontrar a alguien que sepa escuchar.
En tiempos de dudosos liderazgos, de egocentrismo exacerbado, de satisfacción inmediata, de ruido, ese que nos aturde y ensordece, resulta inspirador conseguir un buen oyente.
Tuve la suerte de toparme con uno.
Conversamos sobre el tiempo, compartimos pan y vino. También hablamos sobre las flores, las lágrimas y otros misterios.
Me escuchó con detenimiento. Sentí que las palabras fluían diáfanas y, para ambos, significaban lo mismo.
El tiempo, una ilusión.
El pan, tibio y recién horneado.
El vino, soleado y fresco.
Las flores, alegres.
Las lágrimas, saladas.
También compartimos silencios elocuentes, a veces no importan las palabras para entenderse.
Esta conversación me ayudó a relajarme después de un largo viaje.
Le agradecí a mi interlocutor por tan agradable charla y como creo que estoy llegando a ser gente grande, o gent gran, como llaman a las personas de cierta edad en Cataluña, donde estuve de visita, decidí irme a dormir.
Apagué las luces y con mucho cariño le di las “buenas noches” al ramo de tulipanes que me regaló mi hija a mi regreso.
Dicen que es sano conversar con las plantas, el problema es si te contestan.