Allá por los años ochenta, un gran amigo en Río de Janeiro me pidió que por favor le llevase un baúl a los EEUU. El baúl era enorme, de aquellos que en épocas navieras los americanos metían sus vidas adentro. Además, era pesadísimo. Estaba repleto, decía mi amigo, de las pertenencias de una de sus mujeres. Americana ella, enamorada, le había seguido a Rio. Como tantos enamoramientos, este cumplió su ciclo, y al dejarlo, ella le había pedido que le enviase el baúl a una dirección de la que se lo habían devuelto. Ese baúl hacía una década que aguardaba en casa de mi amigo. Él todavía no sabía a qué dirección enviarlo, pero lo averiguaría, creía él, mientras yo se lo guardase en los EUA.
Cuando recibí la dirección de la ex de mi amigo opté por enviarle una carta, buscando confirmar la dirección, pero la carta me fue devuelta. Al cabo de cuatro años el baúl seguía a mis cuidados, pero yo dejaría los EUA en breve. Fue cuando mi amigo me visitó para decidir qué hacer del baúl ya sin destino. Juntos bajamos al depósito de la universidad donde yo daba clases y procedimos a abrirlo.
Hasta ese momento yo no me había percatado que del baúl saldrían mil recuerdos amarrados a las pertenencias. Lo sentí en la expresión de mi amigo cuando sacó un secador de pelo, seguido de objetos de tocador, libros, ropa. Todo tenía para él un poder de evocación que para mí no, por lo que lo dejé tan solo cuanto pude, porque apenas yo tenía autorización de la universidad para estar allí. De lejos lo observé separando algunas pocas cosas que, con el cuidado que lo caracteriza, guardó en una bolsa pequeña que había traído consigo. Cuando terminó me pidió ayuda para desechar el resto, que llevamos de a pocos a la basura. Al baúl lo cargamos juntos como si fuese un féretro vacío ya del amor que lo había impulsado en tantos viajes. De la mujer, creo que él nunca más supo.
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