Una de las experiencias más importantes, excitantes y significativas de mi vida fue mi rotación por las medicaturas rurales en las selvas amazónicas del Alto Orinoco.
La oportunidad surgía a través de un hermoso proyecto llamado “Parima-Culebra ‘86, Médicos de la Selva”, en colaboración con mi alma mater, la Universidad Central de Venezuela. El nombre del proyecto hacía referencia a la extensión geográfica que cubría: un área entre la sierra de Parima, donde nace el río Orinoco, y el Parque Nacional Duida-Marahuaca, donde se encuentra la población de Culebra.
Se proporcionaba atención médica principalmente a la etnia Yanomami en las comunidades de Ocamo, Mavaca y Platanal, así como a la etnia Yekuana en La Esmeralda y a la población de Culebra. Al llegar a Ocamo, que sería mi base, conocí al Dr. Igor Donis, quien hoy en día es cirujano cardiovascular infantil en Colombia. Él me explicó que debían ser ocho médicos y cuatro internos, pero en ese momento solo éramos él y yo. En pocas horas, Igor me dio toda una lección sobre muchas cosas, demasiadas para mencionar en este artículo, pero lo más relevante para este cuento fue: “si te llaman para ayudar en un parto, asústate, porque las Yanomami tradicionalmente no permiten la presencia de no Yanomamis y menos de hombres en el parto”. Si necesitan ayuda, llaman a alguna de las monjas o tal vez a una doctora. ¡Si te llaman para eso, asústate!
Hacia el final de mi rotación, venía río abajo en la voladora -un bote con motor- de Platanal hacia Ocamo después de varias semanas cubriendo un brote de malaria en esa zona, cuando vi que en Mavaca una de las religiosas me hacía señas para que parara. Así lo hice, y la monja me dijo: “tenemos un problema”. Al preguntarle qué pasaba, contestó azorada: “hay una mujer que no termina de dar a luz, llevamos rato en esto”.
Entré a la medicatura, y allí estaba una mujer Yanomami muy joven, en su primer embarazo según las madres. Tenía cara de terror, el pánico de las religiosas era palpable, y yo estaba asustado (como había sugerido el Dr. Donis). Pero fue en ese momento la clave de esta historia: nos vimos las caras, espontáneamente nos tomamos una pausa y en ese instante comprendimos que necesitábamos confiar y tener esperanza. Tener esperanza de que todo saldría bien. Pero la confianza necesitaba ser tripartita. Por mi parte, confiar en que los más de ciento veinte partos que había atendido en la Maternidad Concepción Palacios en Caracas me darían la experiencia necesaria para atender uno en medio de la selva. Las madres debían confiar en alguien que apenas conocían para que atendiera a una persona de su comunidad en un momento crítico. Y la mujer, que un no-Yanomami, hombre y “tocotoro” la ayudara a ella y a su bebé. En ese instante, y sin decir palabra, confiamos. Con esa confianza y esperanza mutua, examiné a la mujer, y el problema resultó ser más simple de lo esperado: no había roto membranas. Procedí a pedirles el amniotomo, un instrumento de aspecto medieval pero efectivo en estas circunstancias, a las monjas, y tras cortar las membranas, casi de inmediato nació un hermoso Yanomami llorando a pulmón abierto.
A veces, la vida nos presenta circunstancias que parecen complicadas, difíciles e irresolubles, pero cuando tomamos una pausa, confiamos y tenemos esperanza, damos ese primer paso para resolverlas, a veces hasta con menos esfuerzo, complejidad y sacrificio de lo que esperábamos.