Todas las mañanas doy un paseo por el zoológico.
Me queda muy cerca y cada una de las criaturas vivientes que consigo a mi paso, me hacen sonreír.
A algunas, ya hasta las conozco por su nombre.
William, el hipopótamo azul.
Amarula, el elefante africano que tiene un colmillo roto.
Dana, la llama peruana.
Y así, también saludo al jaguar, al águila calva, a un camello.
También le digo hola a una tortuguita mexicana que se llama Oswaldito.
En un lugar especial vive un animal mitológico, se llama Lambanana, es una especie de oveja amarilla con una cola alargada.
Regreso de mi paseo cotidiano, con el alma muy llena.
Ah, y de paso, también me encuentro cada día con Don Quijote y Sancho.
Es el momento de confesar que, esa visita por este, mi zoológico particular, ocurre en la sala de mi casa.
Un paseo visual, un safari de recuerdos, ahí sobre mi mesa, en las repisas de la biblioteca.
Siempre digo que, en mi próxima vida, si es que la hay, seré minimalista y tendré solo una silla, un cuadro y un florero.
Pero en esta vida, no.
En esta de ahora me refugio en mis cachivaches.
En ellos renuevo cada día mi historia de amor.
A veces pienso que en mis espacios abarrotados ya no cabe nada más.
Entonces recuerdo un verso de Antonio Porchia.
En un alma llena cabe todo, en un alma vacía no cabe nada.
Tengo suerte, en la mía caben hasta elefantes.