Si repasamos todas las profesiones posibles, invariablemente nos vamos a encontrar con que, sin el contexto humano, éstas ni serían ni necesarias ni por fin tendrían sentido.
Cuando educamos, curamos, informamos, fabricamos muebles o cosemos ropa, no hacemos otra cosa que servir a los demás. Y esos “demás” son, queramos o no, nuestra razón de base para lo que sea que hagamos de nuestra vida, nuestro requisito sine qua non.
Podemos servir como cualquier cosa dependiendo de la profesión que cada uno haya escogido, pero de allí a servir en el sentido de ser verdaderamente útiles, puede haber una diferencia que a veces llega a ser enorme.
Y nos demos cuenta o no, participamos de una incuestionable e ininterrumpida interdependencia. A todos nos crece el pelo, necesitamos zapatos nuevos, o desde hace un tiempo sentimos dificultad para ver de lejos. Comemos pan todos los días, nos gotean los grifos y se nos daña la lavadora, y por muy habilidosos que seamos, la lista de personas de la que directa o indirectamente dependemos a diario llegaría a ser realmente impresionante si alguna vez, sin mucho qué hacer, nos sentáramos a elaborarla.
En este punto caemos en el eventual desequilibrio que puede llegar a existir entre los servicios que ofrecemos y los que recibimos.
Con muchísima frecuencia reclamamos del servicio de los otros, y lo cuestionamos con una vehemencia que detestaríamos que utilizaran al referirse a lo que hacemos.
No me quiero ni imaginar que la calidad del café con que me desayuno, la puntualidad del correo, o la eficiencia de la electricidad de mi casa fueran directamente proporcionales a, digamos, mis servicios profesionales. Dependiendo del día, del humor con el que me levanté, o de mis ganas de trabajar, muy probablemente en más de una oportunidad me quedaría en ayunas, se tardarían horrores mis cartas y la luz aparecería apenas de vez en cuando. Y lo peor es que, si nos ponemos a ver, resulta que justamente mientras de peor humor estamos, menos tolerantes acabamos por ser y más terminamos por exigirles a los otros.
No es por nada, pero es que a veces somos bien necios.