(a André Carneiro Ramos)
De repente el camino se hizo estrecho y los muchos kilómetros se convirtieron en leguas. Por si fuera poco, la intensa lluvia obligó a que la noche llegara temprano. Por la ventana vi que no se veía nada. A medida que pasaban las horas, crecía en mi estómago el recuerdo de una sopa minera que una noche me reconfortó del cansancio y la indolencia de los hombres. El largo velorio ambulante dejó estelas de humo en el cálido y sereno paisaje. Allí nadie hablaba ni miraba a nadie. Sólo se notaba el movimiento compulsivo de los pulgares e índices sobre los teléfonos inteligentes. Venía de la ciudad donde ni siquiera la fe del santo patrón puede dar aliento a quienes avanzan cojeando en su resignación. No traía nada y no tenía nada que llevar. Perdido entre palabras que describían lo que creía sentir entonces, ni siquiera me di cuenta de que ya había llegado. Me bajé. A lo lejos, en lo alto, una iglesia. Cerca, un edificio sucio, otro, otro y otro más. El velorio ambulante enfrió el motor. Al verme, un perrito cruzó la calle, meneó la cola y, como si mi presencia le fuera familiar, se quedó allí, como yo, sentado a la espera de quien no esperaba por mí.
De repente y bruscamente, el velorio ambulante puso en marcha el motor y entre idas y vueltas me llevó por caminos, sombras ebrias en el paisaje cálido y sereno.