Buenos Aires, Argentina
Los novios enrumbaron a su luna de miel cargando como equipaje de mano kilos de arrope y melaza a todo hervor. Bueno, sus manos no tardaron en cruzarse. Al descender del avión, el frío los apretujaba, y sus abrigos de estreno impidieron que se filtrara el clásico viento sur de la zona.
En el hotel, no hubo tiempo de desempacar nada. Sin correr las cortinas, la última prenda cayó destronada del corpiño… La pasión trascendió sinfín. El esposo montó el fastuoso Luna park o parque de diversiones y le bajó repetidas lunas a su tibia esposa.
A la mañana siguiente, el muy acaramelado le dijo que conocerían la ciudad, sobre todo La Bombonera. ¡Oh!, ella creyó que a las confiterías las llamaban bombonas. ¡Caramba!, eran tiempos sin conexiones de Internet, sin cibercafés, sin teléfonos inalámbricos, pero con vivencias alucinantes.
Ya en el barrio más típico, ella sin certeza de estar despierta, entraron a La Bombonera. Él, mirando al sector norte, apenas la llevaba del brazo por las graderías del estadio sin la mejor infraestructura, sin palcos y sin tribunas VIP. La quietud desapareció. El pitazo inicial zambulló al esposo en gritos desenfrenados: era un argentino más, che. Coreó las barras hasta quedar afónico, le faltó el aire (ella pensó en el quirófano), salpicó el mate, bamboleó banderas. El apoteósico momento, como las sábanas de Holanda de la víspera, estalló. Henchido de pasión gritó, celebró, se jaló las crines, y se transfiguró en licántropo (hombre lobo en luna llena) aullando su primer gol: ¡Ah, ah, guuuuul!
La recién casada, con un choripán en mano y un marido de pies a cabeza transformado, fungió de guardameta (arquera) al contemplar el campo. Se imaginó y aguardó su posición de atajar pelotas en su propia cancha. Le permito situarse en el medio campo de su entendimiento para comprender esta pasión inesperada.
No dudamos que los destemplados gritos abonaron su luna de miel futbolera.
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