Trabajaban juntos, eran profesores universitarios, casados con personas mayores que ellos. Ella, con un magistrado influyente y él con una maestra de primaria.
Ella, de estatura promedio, rasgos delicados, piel morena, con un cuerpo cultivado en muchas horas de gimnasio.
El alto, de contextura fuerte, buen hablar y mejor escribir, fotógrafo y músico aficionado. Hicieron buenas migas desde el principio.
Ella pasaba horas en el cubículo de él o él en el de ella. Para estar más tiempo solos, corregían exámenes juntos y aprovechaban para disfrutar y reír de los disparates que algunos alumnos escribían como respuestas en las pruebas.
Se fueron conociendo y contando cosas, adentrándose cada vez más en las intimidades del otro. Llegaron a creerse novios cuando una única vez se besaron en el cubículo de ella.
Todos los días la esperaba su marido o el chofer. A él lo llevaba y traía su esposa al trabajo la mayoría de las veces.
Comenzaron a planificar una salida, una escapada furtiva por unas horas para estar juntos y desahogar la necesidad que se tenían, pero ella no se atrevía. Le temía “al doctor”, como le decía a su marido.
Un día, mientras el profesor conversaba con un colega, a éste le sonó el teléfono avisando que llegaba un mensaje. Miró la pantalla y luego a él. Le pasó el celular con una mezcla de extrañeza y resignación. Lo tomó extrañado.
En la pantalla decía: “por favor pásale el teléfono a Jesús. Te lo ruego”.
“No podemos seguir viéndonos. Sabe de nuestras conversaciones en los cubículos y que vamos al cafetín juntos; sabe quién eres, qué haces además de dar clases y que me has tomado muchas fotos. Ha intervenido tu teléfono y el mío, dice que te va a joder. Te va a acusar de cualquier vaina para meterte preso. Me dijo que puede “sembrarte”. Me obligó a renunciar a la Universidad. Comentan que somos amantes. Me voy. No pretendas saber de mí. Él tampoco sabe que me voy. Adiós. Borra este mensaje y no lo comentes con nadie. Te amo”.