Pensé que estaba muerto. Su barriga no se movía. El brillante pelambre no hacía ese efecto metalizado que la luz logra en los pelos negros de un gato. Tenía los ojos cerrados y las orejas totalmente relajadas, lo que me hacía pensar que yacía sin vida a un lado de la marca del frenazo que dejó el caucho en el pavimento.
Solo vi que venían a mí esos ojos fantasmagóricos que se encendían con las luces del carro. Es lo único que recuerdo. Dos círculos estrellados color ámbar que crecían suspendidos en la total oscuridad, mientras una confusa forma animal se dibujaba al acercarnos vertiginosamente el uno al otro.
Un estruendoso golpe en el parachoques y luego alguna parte que se desprendió, retorciéndose trabada en el chasis que rayaba la calle. Los nervios no me dejaban soltar el volante. Creí ver un gato, pero jamás pensé que un animal tan pequeño podría causar tanto daño.
Me bajé y caminé hacia la parte de atrás. Aún no podía entender lo que había pasado. Era un gran gato negro, de casi dos metros, que estaba con sus patas extendidas y la cola en forma de gancho sobre el piso. Justo ahí puede recordar la noticia que escuché en la radio esta mañana; una pantera del zoológico se había escapado la noche anterior y aún no la habían podido encontrar. Ahora entendí por qué el golpe había sido tan fuerte.
Me paré junto a ese enorme felino y admiré su grandiosidad, pero también me invadió un gran sentimiento de culpa, así que busqué mi teléfono en el bolsillo para llamar al 911, y caí en cuenta que se había quedado en el carro. Con el frenazo, cayó al suelo, y fue justo cuando lo vi, casi atorado tras el pedal del acelerador. Agachado, con medio cuerpo afuera, y desprotegido totalmente, pude sentir unas uñas desgarrar mi espalda, saltar desde mis nalgas hasta la parte posterior de mi rodilla derecha y como mi pantalón se fue enchumbado de sangre. Al voltear, solo puede volver a ver aquellos enormes ojos ámbar que se venían sobre mí.