A veces me voy por los caminos verdes.
Los geográficos y los de la mente.
En mi país llamamos los “caminos verdes” a la ruta menos directa, pero quizás más tranquila y pintoresca.
Abandonar la autopista para tomar veredas solitarias me ha resultado muy inspirador.
Sucedió que, durante mi paseo diario por el parque, descubrí un caminito angosto, en medio de la pradera infinita, el equivalente a la “sabana íngrima” de mi tierra, como dice una canción venezolana.
Y parece mentira, pero en esa “ingrimitud“, en que el mundo pareciera totalmente deshabitado, me siento más acompañada que nunca.
Allí, en el medio de espigas y flores silvestres, entre maripositas azules, pajaritos que vuelan nerviosos a mi paso, piedritas y charcos, acuden a mi alma todas mis presencias amorosas. Esas que me acompañan sin estar y me llevan de la mano, cada día…
Y de repente, cambia el aire, regreso de mi ensueño y vuelvo al camino concurrido de ciclistas y caminantes como yo.
Razón tenía Mario Benedetti: “Tengo una soledad tan concurrida, que puedo organizarla como una procesión”.
Y así, en mi lenta procesión, la de afuera y la que va por dentro, camino hasta llegar a mi realidad y a mi casa, a mi soledad ni tan concurrida, y tarareo en mi mente canciones venezolanas, las más bellas.
Esas que hablan de “…bronces con aire tristón” (Crepúsculo Coriano); o “… penas que mueren en aceite sucio” (Pueblos Tristes); o “…como quien afina el cuatro ante la sabana íngrima” (Llanera Altiva).
En mi tierra los motorizados suelen decir “nos vemos por el espejo”, yo me despido hoy diciendo:
Nos vemos por los caminos verdes….