De lunes a sábado vive de las monedas de los conductores a los que ayuda a aparcar delante de un mercado de Oporto. Los domingos hace lo mismo en una iglesia cercana. Por sus ropas, no pareciera que recibe muchas monedas. O tal vez sí, pero las invierte en bebida. De hecho, nunca he visto a Cardoso completamente sobrio. Aun así, su conversación es lúcida. No sé si hay alguien que lo cuide; aunque incluso me señaló a una mujer que salía en su auto, diciéndome que le había abierto una cuenta bancaria a él, que nunca había tenido una cuenta. Pero bebe, mucho. Hasta el punto de que me sorprendió el día que declinó mi invitación a tomar una copa de vino. Antes, nunca habría rechazado una invitación así. Pero me explicó que se había peleado con la dueña del restaurante donde almuerzo en una mesa puesta sobre la acera. Cardoso me dijo que le había cuidado su auto por más de diez años, pero ella se había olvidado de pagarle por una semana de su trabajo honesto, y lo recibió mal cuando fue a pedirle lo suyo. Molesta, le dijo que la calle podía ser de él, pero que el restaurante era de ella y que ya no quería verlo por ahí. Ofendido, él me dijo que ya ni siquiera aceptaría agua de este restaurante. No aceptar más vino, ni siquiera por mi intermediación, ya daba una idea de la ofensa infligida a Cardoso. Pero el hecho de que él ni siquiera aceptara agua indicaba la magnitud de la ofensa a su dignidad: la calle sí podía ser el desierto, pero él preferiría morir de sed antes que aceptar agua de la dueña del restaurante. Cardoso es el rey de la calle; se le ve en los ojos, ofendido sí, hasta dolido, pero sin rencor, es libre. Tal vez incluso más libre que la dueña del restaurante.