Los pasitos de Adelaida son cortos y muy despacio. No hay manera de que pueda sentirse más débil. A pesar de eso la entereza que la caracteriza hace que se sobreponga y continúe caminando.
Sus dos pequeños hijos, Gabriela y Armando, no saben si abrazar a su mamá o quedarse lejos para no provocar que le duela más el cuerpo. Adelaida, finalmente, llega desde la puerta de la casa hasta su cama. Un recorrido larguísimo y estrecho que la ha dejado agotada.
Quiere prepararse físicamente para besar a sus hijos, porque oprimir sus labios contra los cachetes de los niños siente que la dejará rota.
Los niños la miran, con esa tristeza infinita que solo un par de niños que ven a su madre diluirse, bajo el yugo del sufrimiento, pueden sentir. Adelaida por fin está en su cama. Con gran esfuerzo, de su cartera, saca un par de torontos. Y cuando los niños ven esas bolitas de chocolate forman un alboroto que hace que en el corazón de Adelaida se abra una pequeña rendija de alegría. Con todo y todo sigue viva y, ahí, viendo reír a sus hijos.