Cuando yo cursaba los doce años de edad, mi hermana y sus amigas eran unas señoritas de dieciocho que alimentaban sus ilusiones primordiales leyendo las novelas de amor escritas por Corín Tellado. Ellas dialogaban dentro de sus particulares burbujas, hechas de murmullos y suspiros, que a veces rompían con carcajadas de vidrio.
Trataban de ignorar mi presencia. Siempre se fastidiaban cuando me entrometía haciendo preguntas que ellas consideraban ajenas al romance, como por ejemplo:
-¿Por qué el cundeamor se llama cundeamor?
Alguna respondía, fiándome una ración de futura paciencia materna:
-Porque se multiplica, es una enredadera que crece sola y satura los follajes: cunde como el amor.
-¿El amor cunde? Yo no veo que el amor cunda…-replicaba en mi rol de entrometido y mi actitud constituía una especie de insulto para quienes estaban dispuestas a amar y ser amadas hasta que un embarazo les cortara la pasión
Un día quise llamar la atención de una muchacha que me gustaba pero no había nada digno de ella en mis propiedades. Y mis barajitas de beisbol eran intocables.
Entonces vi la empalizada encendida de cundeamores y me dije “si le regalo un cundeamor, ella pensará obligatoriamente en la palabra “amor” y me mirará con otros ojos”.
Los agarré todos y escogí el que se veía más bonito y parecido a un corazón. Caminé hacia su casa. La descubrí a la distancia con un vestido que nunca le había visto. Estaba jugando con un perro blanquinegro: el animal corría hacia todas partes buscando una pelota que ella lanzaba con ese brazo que Dios guarde. Se veía preciosa. “No va a poder seguir pichando” pensé al percatarme de que sus senos protagonizaban una entrada soberbia al mundo de la adultez.
Ella notó mi presencia y salió hacia la calle. Las palabras largamente ensayadas se enredaron en unas tuercas interiores. Le extendí el cundeamor.
-Momordica charantia…-dijo. Su boca podría haberme aniquilado cuando pronunció aquello. Creí que se había convertido en una chica extranjera. Además de crecer físicamente, sabía mil cosas que yo ignoraba.
-Ese es el nombre científico del cundeamor. Lo leí en el diccionario- agregó.
Tenía el fruto en la palma de la mano. Lo lanzó dos veces hacia el espacio como quien tira una moneda. Antes de entrar a su casa me miró desde una altura inimaginable. Y entonces comentó sin ningún atisbo de pasión:
-A mí me da grima el cundeamor.