Oí que sería el último día de verano en Oporto y me senté en la terraza de un café a despedirlo. Fue bonito, me fumé un habano, y tomé un café delicioso, acompañado de un bombón. ¡Ah! Además, en una petaca me llevé mi vino do Porto para celebrar. Fue hermoso.
Observé cómo lo árboles que aún tienen algunas hojas ya están amarillas. El resto ya llegó al suelo. Parecen haber caído con los colores rosa Barbie con los que las mujeres se paseaban hasta hace poco. Ahora las mujeres visten colores hacia el ocre y las jovencitas ya no muestran tan generosamente sus ombligos. También vi alejarse, acompañando al verano, a un hombre de piernas curvas, como si hubiera bajado del caballo por ahí mismito. Hubiera observado menos si el tiempo hubiese estado más frío, pero como escuché, era el ultimo día de verano.
El otoño de mi juventud nunca fue mi estación preferida. Recuerdo que sentía que preconizaba no solo el final del juego, sino que también me parecía fantasmal. En Montevideo, el alumbrado público consistía en una luz fuerte colgada en las esquinas, bamboleándose al compás del viento. ¡Con ellas, se movían todas las sombras! En Cambridge, cuando regresaba del trabajo en bicicleta por un bosque, no había luz, pero sí había sombras, y también se movían. ¡Asustador!
Es curioso cómo le fui perdiendo el miedo al otoño. Es como si ahora me regocijase por estar vivo. ¡Que vengan más otoños, después de los veranos!
Alfredo Behrens es doctor por la Universidad de Cambridge, profesor de estrategia y cuestiones interculturales en la escuela de negocios FIA de São Paulo y para Harvard Business Education.
Algunos de sus libros pueden adquirirse en Amazon.
ab@alfredobehrens.com