Hace algún tiempo, cuando ver alguien pegado al móvil todo el día era raro, me preguntaba qué era lo que hacía que teclearan absortos incansablemente, indiferentes a los demás y ser, en mi criterio, mal educadísimos. Era una visión anticipada de lo que doce o quince años después sería común. Decenas de personas que hacen la cola del bus, caminan por la calle, deambulan por el supermercado, con el móvil prendidos sin ver ni hablar con nadie.
No voy a decir que sea malo. En realidad, la preferencia por lo que nos hace ver el móvil antes que lo que nos rodea, incluyendo nuestros amigos y familia, no es malo ni bueno a priori, solo cuenta una verdad. Hay dos mundos contrapuestos y nos interesa más el virtual durante gran parte del día.
Antes de ponerme a pontificar y a decir que me gustan más los libros de papel que los que leo en la pantalla, los chismes sobre la vecina de abajo que las telenovelas coreanas, o admitir que antes de buscar en un libro de recetas prefiero hacer una búsqueda múltiple y escoger la mejor en la red, hay que admitir que las pantallas se han ganado nuestra atención a pulso, con tecnología de punta fortalecida con inversiones super multimillonarias.
La apuesta que se hace es por un mundo casi totalmente virtual, contando con que, en el real, la felicidad y la alegría no se producen diariamente, ni se encuentran apretando una tecla. Y con que los sucedáneos de las emociones y las pasiones satisfacen a las grandes mayorías, sumando las facilidades para conseguir productos, las informaciones al minuto, los juegos para simplemente entretenerse, los avisos importantes de nuestros servicios públicos, los mensajes de la gente que nos interesa.
¿Y si buscamos un balance? Yo no quiero dejar mi móvil, pero tampoco parar de reírme con la nueva amiga que conseguí en la parada, intercambiar consejos de cocina con mis hijos, jugar con mi gato o disfrutar de la luna llena o el arcoíris frente a frente. Solo nosotros podemos, dándonos cuenta de donde está el balance, poner en su sitio a los dos universos.