Hay una figura entre psicológica y religiosa que me llama la atención, la de la buena conciencia que llamamos a veces ángel de la guarda.
Aparece en varias religiones, entre ellas las del libro: el cristianismo, el judaísmo y el islam. También en el paganismo. Es una presencia aparentemente externa, una buena influencia que nos guía en los momentos difíciles y nos hace avanzar entre las inmensas dudas que nos van asaltando antes de entrar en acción.
Cuando la creencia se ha perfeccionado en las personas y el ángel o los ángeles tienen presencia (se puede tener más de un Ángel de la guarda) se le consulta, con firmeza y precisión. Se le invoca, se planean cosas, se pide compañía y se le dan las gracias.
Se le representa, como en la iglesia católica, con grandes alas y túnica. O como entre los gnósticos, con cabeza de león y cuerpo de serpiente.
En todo caso, el agathodaemon, como lo llamaron los griegos, es una presencia benéfica y ellos le propiciaban, es decir le invocaban y le ofrendaban después vino y frutas. Evolucionó de la creencia en un dios benéfico que hacía que las cosechas fueran abundantes a la figura de un dios personal, que nos acompaña toda la vida y se manifiesta cuando lo necesitamos, que siempre da buena suerte, buena salud y sabiduría.
Esa presencia benéfica existe en todos nosotros. Tanto como la tendencia a no hacer nada, o a hacer daño.
Es la mejor versión de uno mismo, ese yo brillante, atrevido, bueno, que da y que sabe mucho, aunque no lo dejemos aparecer, agobiados por la desconfianza, la duda y la desesperanza.
Hoy me ayudó a escribir, como en tantas otras ocasiones. Ayuda a salir a trabajar, a hacer realidad los sueños, a no desconfiar, a triunfar. A persistir. Las invocaciones simplemente formalizan los pensamientos, les dan cuerpo. Son un instrumento de nuestro mejor inconsciente para materializar ideas y deseos. Reces o no, ese ángel personal siempre estará allí. Mándale saludos y dale gracias de mi parte.