Probablemente los mapas pertenezcan a esa larga lista de objetos obsoletos, que la tecnología (y el GPS) se han encargado de eliminar.
Sin embargo, hace poco, me topé, casi por casualidad, con una cartografía muy particular.
Un pergamino con lugares que me eran muy familiares, pero que tenía tiempo sin recorrer.
En silencio solemne, me quedé mirando este arqueológico hallazgo con detenimiento y asombro.
Arterias fluviales y canales cavados en tierra, se abren paso, señalando destinos que un día serán recuerdos.
Caminos secundarios, tortuosos, desafiando obstáculos, bordeando precipicios, asomándose a acantilados, sonriendo.
Al norte, vías llenas de asombro, o fruición, improvisado pentagrama.
Recorrí con la punta de mis dedos, depresiones geográficas, lagos oscuros, cavados por aguas subterráneas de color violeta.
Pero aún quedan en ese plano, praderas suaves, inexploradas, donde quizás el tiempo cave sus profundos surcos, algún día.
Con cierta satisfacción le sonreí al espejo.
Miré mi rostro navegado de amor y tiempo. Esa cartografía de piel que acentúa mi Mare Nostrum, mis archipiélagos, mis continentes, mis caminos recorridos y por recorrer.
En cristiano, mis arrugas. Mi mapa espiritual.