De vez en cuando visito a mi psiquiatra.
Su expresión es adusta y su silla dura.
Pero sus ojos son del color del tiempo, a veces transparentes, otras veces de un azul intenso, como zafiros.
Su sonrisa es ancha y horizontal, pero amable.
Y lo más importante, sabe escuchar, sin interrumpir. Sus silencios salvan, rescatan.
En todos los naufragios de mi vida, mi fiel psiquiatra siempre ha venido al rescate.
Y a propósito de esos naufragios luminosos, comparto una de las mejores definiciones del amor que he leído, “Amor: Hacerse a la mar con disposición al naufragio.” (Fernando Reyes Heroles, Abecedario)
Hace poco hice una cita, por nada en particular, solamente para conversar y ver de color estaban sus ojos ese día.
Me vestí y salí al encuentro.
Esta vez me recibió fríamente, pero esa brisa helada que se filtra en su consultorio y que anuncia el cambio de estación, paradójicamente calentó mi corazón.
Su sonrisa ancha, me calmó instantáneamente.
Sus ojos, esta vez grises, desbordaban serenidad y sabiduría.
Cuando me invitó a sentarme, se escuchó a lo lejos el graznido de algunas aves.
Sin mediar palabras con mi analista, recuperé el aliento, mi llama interna, mi entusiasmo.
Regresé a la casa reconfortada. Con ganas de afrontar mis días con alegría.
¡Ah!, y otra cosa, la consulta me salió gratis. Este psiquiatra no cobra honorarios y siempre está disponible.
Agradecí a mi terapeuta de ojos acuosos y sonrisa horizontal:
Mi psiquiatra es un banquito del parque, con vista al río, aquí cerca de mi casa.
Cada vez que lo visito, respiro y se me olvidan todos mis problemas.