Fue inesperado. Por mucho que yo creyera que mi relación con Manolo se parecía a una buena amistad, tocar el timbre de mi casa a las diez de la noche no entraba dentro de los parámetros predecibles en alguien que, sin duda, no me tiene tanta confianza.
Apenas abrí la puerta, esgrimió un pequeño libro como si se tratara de la pancarta triunfalista que agita uno de los fanáticos del partido ganador una noche de elecciones. Sin mediar palabra, puso el libro en mis manos, cerró la puerta y se puso a buscar con qué brindar. Se trataba de una vieja edición de “Verano” de Albert Camus, una de sus primeras obras. Entre brindis, Manolo y yo tejimos un contrapunto de elogios hacia Camus por quien ambos sentíamos la dosis exacta de admiración y envidia que recomiendan los cánones. Salió a la luz su humanidad, su honestidad, el ejemplo vivo del absurdo de su muerte en un accidente mientras iba a Paris a aceptar el cargo de Director de la Comedie Francaise, su manera exquisita de retratar las gotas de agua de mar brillando mientras se escurren sobre bronceados cuerpos juveniles y compitiendo, en su fulgor, con los ojos brillantes y las amplias sonrisas de quien disfruta la vida en una playa cerca de Orán, tal y como nuestro ídolo retrataba su ciudad en “Verano”, el libro que yo hojeaba recordando frases y descripciones que mi frágil memoria reconocía.
– Es un ladrillo — sentenció Manolo y mi sonrisa murió de muerte súbita.
Anticipándose a mi protesta y a mis señalamientos de incoherencia entre los anteriores halagos compartidos y este despectivo tratamiento, Manolo me contó que en su vida habían ocurrido dos catástrofes que terminaron en mudanza y en cada una de ellas, él había perdido una biblioteca y eso fue como abandonar un hogar… dos veces. Yo le recordé que él ahora poseía una interesante biblioteca, a pesar de todo.
– Pero no es lo mismo.
Manolo extrañaba el aroma de hogar que tenían sus bibliotecas perdidas, el íntimo e inexplicable orden que él les había asignado a cada obra, la sensación de viejos compañeros de vida. Por eso, al principio, Manolo quiso recuperar los textos perdidos en sus dos naufragios y comenzó a buscarlos obsesivamente, pero después decidió que era mejor dejar que lo encontraran a él. Era una cuestión de destino, según Manolo. Por eso creía que cada uno de esos libros que se le aparecían “casualmente” era un ladrillo de su viejo hogar que formaría parte del nuevo. Así encontró “Verano” de Camus en un remate callejero debajo de un puente en el que se refugiaba de la lluvia. Una cuestión de destino.
Manolo no cree en las Tablet y su capacidad de almacenamiento porque cree que los libros virtuales no hacen hogar.
– Eres un romántico, Manolo, el último romántico.
Me abrazó como nunca había hecho y mirándome me dijo que el mayor sueño de un romántico es ser el último de su especie. Fue la primera vez que me dio las gracias por algo.