Gente que Cuenta

En defensa del aburrimiento, por Áxel Capriles M.

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Pablo Picasso,
Retrato de Jaime Sabartes, 1901

Pienso en mi infancia y me conmueve la de los niños de hoy. Salen del colegio y un tráfago de actividades los espera: fútbol, tenis, natación, clases de inglés, francés, piñatas, teatro infantil. No tienen ni un minuto para el aburrimiento. Cuando yo era pequeño, llegaban las vacaciones escolares y uno tenía que ingeniárselas para atravesar los días y las noches hasta que aparecía de nuevo, en septiembre, el uniforme escolar. No había padres desvelados por el quehacer de los hijos, campamentos de verano, viajes indispensables a cualquier lugar. La literatura no era diferente. Recordemos esos largos estíos en el teatro de Antón Chéjov, el insufrible calor bajo un gazebo en la estepa rusa, las prolongadas horas que transcurrían hasta que cada quien se enamoraba de quien no debía. Aún en Flaubert o en los románticos, el aburrimiento era la antesala de la experiencia.

El aburrimiento, en su sentido moderno, tan solo empezó a delinearse como boredom en el siglo XVIII, como spleen, como un tiempo largo y pesado, un vacío sin diversión. La palabra alemana Langeweile, literalmente rato largo, implica ese malestar de un reloj que se detiene desangelado, el fastidio por la falta de sentido, un recorrido sin objetivo ni significado, un alargamiento trivial. Lo divertido es, por el contrario, breve, Kurzweil. Y no es casual que, poco después, la palabra interesting, interesante, se haya convertido en categoría dominante de la cultura. El tedio se abandonó en el arcén de la carretera, deslucido por la sociedad del entretenimiento, denostado por la era de la prisa, por la sociedad en la que todo tiene que ser rellenado con estímulos, con novedades. Si hubiera sido por la originalidad del cambio, por la sorpresa del desenlace, la tragedia griega nunca hubiera tenido espectadores.

La vieja palabra francesa ennui, del latín inodiare, sí mantiene, a pesar de Baudelaire, algo del sentido elevado y aristocrático del no hacer nada, el giro artístico, la lentitud con estilo, la mirada con desdén del dolce far niente. Se vincula con la acedia, el taedium vitae y la melancolía, males que, a pesar de la bilis negra y la enfermedad, tienen vasos comunicantes con la creatividad. El vacío implícito en el aburrimiento no se llena con la hiperactividad y la excitación. El pensamiento dirigido puede llevar a logros concretos, pero el pensamiento circular, el que da vueltas sin llegar a ningún lado, el que se nutre en el aburrimiento, es un vínculo con el inconsciente, esa zona de la personalidad desconocida que cobija nuestras múltiples personalidades. La agitación continua, las novedades, los estímulos, las noticias marcan el ritmo mental de la máscara y el yo. La inacción y la lentitud abren, no obstante, la posibilidad de encontrar el sí-mismo. No es asunto de un aburrimiento pasajero y superficial. Para Heidegger, el aburrimiento profundo es lo único que diluye el tiempo y nos revela el sentido del ser.

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Axel Capriles
Ensayista, psicólogo y economista, es ante todo un crítico de la cultura. Diplomado por el C.G. Jung de Zúrich, su último libro es ‘Erotismo, vanidad, codicia y poder. Las pasiones en la vida contemporánea’, publicado por Turner.

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