Se levantó, vistió a su niña y, sin desayunar siquiera, salió a la calle bajo el mismo cielo encapotado que anunciaba lluvia. Miraba hacia atrás como si temiera que alguien la siguiera. La niña se quejó, pero ella le prometió que irían a un país soleado. La niña sólo sabía de helados. No sabía nada de países. Pero debió de pensar que si era más soleado sería mejor y siguió a su madre.
Cuando llegaron al país soleado, la madre encontró trabajo y un buen marido que la aceptó a ella y a la niña. Unos años más tarde, la niña entró en edad escolar y fue entonces cuando el pasado alcanzó a la madre. Ella había huido, y por una buena razón. Ahora tenía que luchar por su vida sin contarle a nadie su pasado.
Pero el cerco se ponía cada vez más estrecho. Como su marido, que abofeteaba el grifo del fregadero de la cocina para que funcionara, la mujer defendía su vida a las bofetadas y hasta más.
En la escuela, la niña empezó a desarrollar un comportamiento antisocial, que requeriría asesoramiento psicológico. Pero la madre temía que lo que su hija revelara a los psicólogos pudiera revelar su propio pasado. Quizá esto la llevaría a tener que renunciar a su hija.
Incluso su marido empezó a sospechar que podía haber algo más que ella no estaba compartiendo.
El agarre de Anaconda era cada vez más fuerte, y a cada respiración su situación se volvía más difícil.
“¿Qué harías tú?”, me preguntó mi mujer. Y yo te pregunto a ti, querido lector. ¿Has desenterrado todos los esqueletos de tu pasado, o vives con ellos en los cajones del armario?