Cuando mi madre se desesperaba porque yo no le entendía las reglas de la división o por qué había unas mujeres que parecían haberse tragado un globo a pesar de haberlas conocido muy delgadas, siempre remataba la estéril discusión con la misma frase: “Lo que pasa es que ¡estás en el Limbo!”.
Imposible expresar mi inutilidad por comprender lo que aquello significaba y, desde luego, la idea de preguntárselo a mamá en esos momentos era una idea, más que peregrina, peligrosa.
Con el tiempo y las clases de religión pude comprender que “¡Estás en el limbo!” era una forma coloquial de decir que estás fuera de la realidad, ajeno a lo que te rodea, en una especie de burbuja solo habitada por ti que ni siquiera se puede dirigir. Claro que esa acepción provenía del concepto religioso de “limbo” que era a dónde iban las almas de los no bautizados que no habían pecado de ninguna manera; o sea, aquellos que eran buenos, pero no tenían visa al Paraíso. Trataba de ponerme en el lugar de esas pobres almas condenadas a una especie de sala de espera sin saber cuál era su delito ni su destino. Había algo de kafkiano en el asunto. Y más se complicaba el asunto cuando tanto la existencia del Limbo como sus características y el destino de quienes lo habitan sigue siendo tema de encontradas discusiones en la Iglesia.
Las experiencias de vida se aparecen muchas veces como respuestas a esas preguntas que nadie nos ha respondido a satisfacción. Eso me ocurrió el día que comprendí que la experiencia cotidiana más parecida al Limbo era un viaje.
Cuando la puerta del avión se cierra a nuestras espaldas o el tren inicia la marcha o el tío Augusto termina de hacer el inventario de lo que se ha cargado en el coche para las vacaciones, entramos en el Limbo. No sabemos con lo que nos vamos a encontrar y durante las horas (o días) que el viaje dura nuestra imaginación inventa escenarios maravillosos que nos esperan cuando la puerta del avión se abra, el tren se detenga o el tío Augusto grite:”¡Llegamos!” y abra los brazos al bajarse del coche.
Pero, al igual que nadie le puede asegurar a las almas del Limbo, cuál será su final, a nosotros nadie nos puede asegurar ni que vamos a llegar a ninguna parte ni que vamos a llegar al Edén. Por supuesto hoy en día tampoco sabemos cuánto va a durar el viaje porque una tormenta nos desvía o una granizada nos atasca o un incendio nos amenaza.
Finalmente comprendí lo que es el Limbo y comprendí por qué ni mamá ni mis profesores de Religión pudieran explicármelo bien. Solo vivirlo me lo hizo comprensible.
Cuando le conté mis reflexiones a mi amigo Manolo, terminó de probar un gazpacho que estaba haciendo y mientras ajustaba el punto de sal sonreía mirándome con cara de perdonavidas.
- Eso te lo dije yo hace tres años, pero no me oíste y ¿sabes por qué?… porque — dejó flotando la incógnita en una pausa más que dramática — ¡Estás en el limbo!
Ni siquiera probé el gazpacho.